Cuenta la historia que había un niño con muy mal
carácter. Su padre le dio un saco de clavos y le dijo que clavara uno en la
cerca del jardín cada vez que perdiera la paciencia o se enfadara con alguien…
El primer día clavó 37 clavos, pero durante las
siguientes semanas, se esforzó en controlarse y día a día la cantidad de clavos
que debía clavar, disminuyó. Había descubierto que era más fácil controlarse
que clavar clavos…
Finalmente, llegó un día en el que ya no necesitó
clavar más clavos y satisfecho fue a ver a su padre para decírselo…
Su padre lo felicitó pero le pidió que, a partir de
ese momento, quitara un clavo por cada día que no perdiera la paciencia. Los
días pasaron y finalmente el niño pudo decir a su padre que los había quitado a
todos…
El padre, llevó al niño hasta la cerca y le dijo:
Hijo mío, te has comportado muy bien, pero mira todos los agujeros que han
quedado… Esta cerca ya nunca será como antes. Lo mismo ocurre con las personas.
Cuando discutes con alguien y le dices palabras ofensivas, le dejas una herida
como ésta…
Puedes clavar una navaja a un hombre y después
retirarla, pero siempre quedará la herida. No importa las veces que le pidas
perdón, la herida permanecerá.
Una herida provocada con la palabra, hace tanto
daño como una herida física piensa lo que dices antes de hablar y herir a los demás,
ya que los hoyos de las heridas nunca se cerraran.